Nada
mejor que rememorar el 17 de abril, Día Internacional de
la Lucha Campesina que recordando que este sector social no sólo
“lucha” por sus territorios sino que pone a disposición de la sociedad
un modo de producir alimentos que no contamina, preserva la tierra y,
como dijo Vía Campesina en la Cumbre de Copenhague de 2009, “enfría el
planeta frente al recalentamiento global”. No es la única forma de
producción agraria alternativa al “agronegocio” (cuyo paradigma es la
expansión sojera); la Argentina sostuvo su desarrollo agrario,
agroexportador, con un tercer modelo que fue “el chacarero” o farmer en
la bibliografía anglosajona. Campesinos y “chacareros” comparten la
utilización de mano de obra familiar (agricultura familiar), el control
productivo por parte del “jefe/a de explotación”, pero se diferencian
porque estos últimos lograban una acumulación de capital que los
habilitaba a mecanizarse y utilizar insumos agroindustriales acorde con
su escala. La familia chacarera
vivió durante muchos años en el campo, con el paso del tiempo y la
posibilidad de que los hijos estudiaran, se fueron trasladando a pueblos
cercanos pero manteniendo el compromiso con su tierra y su producción.
Muchos “agraristas” sostienen que estos modelos de desarrollo agrario van desapareciendo por el “progreso”, las revoluciones agrícolas y las “leyes naturales de la economía”. Sin embargo, una mirada rápida en las disminuciones de estas explotaciones conduce inmediatamente al recuerdo de políticas públicas que las hirieron de muerte. Baste recordar que entre el Censo Nacional Agropecuario de 1988 y el del 2002 se produjeron el decreto de desregulación de la economía dando por tierra el armado institucional que había sostenido la convivencia de la gran y pequeña producción agrícola (1991); también la autorización del uso de semillas transgénicas de soja (1996), para darse cuenta de que la economía es una actividad social que no se rige “por leyes naturales” como la física. En ese período desaparecieron 25 por ciento de los productores, mayoritariamente de “hasta 200 hectáreas”.
Mientras
las agriculturas campesinas y “chacareras” basan su productividad en
los procesos microbiológicos del suelo, con rotación con ganadería y con
otros cultivos agrícolas, mantienen alta diversidad productiva, y
generan trabajos, el nuevo modelo que denominamos “agronegocio” hace
todo lo contrario. En efecto, tiende al monocultivo, a la ocupación de
las tierras ganaderas y sobre todo
a un uso descomunal de agroquímicos mientras el campo se vacía de
agricultores y la población que queda se enferma. En los años cincuenta
se usaban 10.000 litros de agroquímicos y con la “revolución verde” se
llega de dos a tres millones (ya preocupante), pero con el “agronegocio”
se trepa a casi 400 millones de litros, 300 de los cuales son
glifosato, un producto que no cumple con el principio precautorio, ya
que la “ciencia oficial” no conoce aún sus consecuencias.
¿Por qué recordar estas vías en 2013? Porque comenzamos a sentir las consecuencias de la implantación del modelo del “agronegocio”, ya no sólo en el abastecimiento y precios de los alimentos, sino en el territorio transgredido y maltratado con millones y millones de litros de un agroquímico que se sospecha (pero no se estudia) que combinado con la falta de rotación de la tierra (“labranza cero”) permeabilizarían los suelos. Además millones de hectáreas de bosques nativos talados, el monocultivo y la falta de rotación repercuten en los regímenes pluviales de las regiones donde se asentaron ciudades como Buenos Aires, La Plata, Rosario, Bahía Blanca. Estas zonas urbanas no están colgadas de las nubes, sino que están insertas en un ecosistema. ¿Es acaso casualidad que las grandes inundaciones de los últimos años se dieran en ciudades de territorios sojeros? Tartagal, en Salta, la provincia del gran desmonte, Santa Fe y Buenos Aires en medio de ese desierto verde que la geopolítica transnacional deparó para este país.
Los campesinos no tienen dudas y utilizan su “agroecología” para mercados locales, el problema son los “chacareros” guiados por la ganancia extraordinaria que ponen su/nuestra tierra en riesgo y en el afán de recuperar malos momentos de la “década perdida”, no están dispuestos a volver a la “agricultura de procesos”; además pierden cada vez más el control de su producción y están perdiendo sus saberes de agricultores en esta materia; y qué decir de su dirigencia. De los grandes actores del “agronegocio” no hay nada que decir ni esperar. Si no generamos un pensamiento sobre un destino común desde un “buen sentido” –más extendido entre la población de lo se cree– y se lo demandamos en conjunto a las dirigencias, la catástrofe se transforma en regularidad.
* Socióloga. Titular de Sociología Rural. Investigadora del Instituto Gino Germani-UBA.
Fuente: Página 12
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